“RUTA POR LAS
MARAVILLAS OCULTAS DE ROMA”
El sueño de los viajeros es vivir ese momento único,
original, ajeno a lo que ha sido preparado para las aglomeraciones masivas. Una
posibilidad antes improbable y ahora casi imposible, sobre todo en grandes
destinos como Roma. La meta de ese ideal sería encontrar resquicios de
singularidad en espacios construidos durante siglos, y poder disfrutarlos en
intimidad. Resquicios auténticos, con la belleza de lo natural, de lo originario.
Parece increíble, pero aún quedan bastantes. Y para mayor paradoja, no tiene
ninguna trascendencia compartirlos mientras los operadores turísticos no
decidan convertirlos en productos. Entonces también dará igual.
Ocurre por la misma razón por la que los madrileños ignoramos
los frescos de Goya en San Antonio de la Florida. Una joya que en Londres o
París se calificaría entre las mejores de la ciudad, algo por lo que allí
haríamos cola y pagaríamos entrada. En casa es gratis y sin embargo no se nos ocurre
enseñarla a los visitantes. Roma, mucho más vieja —mucho más sabia—, conserva
varios de estos espacios desdeñados que alimentan la fugacidad de nuestras
sensaciones y nos permiten acceder con calma, sin meterle prisa al tiempo, en
la ciudad con la que soñábamos antes de partir.
Algunas de mis piezas favoritas se encuentran en este paseo
ajeno a los ojos de la mayoría, fuera de los circuitos. Piezas muy relevantes.
Por ejemplo, la que me parece la más delicada escultura (Santa Cecilia), o la
mejor pintura al fresco (Casa de Livia), lo que es mucho decir en una urbe que
presume de exhibir las obras maestras de Miguel Ángel, Bernini o Rafael. Y
otros tesoros: desde una iglesia medieval donde se narra —en viñetas románicas—
el secreto de un fraude que cambió el estatus de la Iglesia católica hasta
puertas cuyo dintel contiene la fórmula de la piedra filosofal. Jardines con
itinerarios para ciegos, bibliotecas soñadas por Borges, subterráneos de toda
índole, obras pictóricas y arquitectónicas de hace 300 años en 3D que dejarán
pasmados sus ojos digitales, e, incluso, un palacio que, entre otros primores,
aloja por primera y única vez un techo pintado por Caravaggio, en el que
retrató su rostro y sus testículos.
Empecemos por el fraude. Un documento que permitió a la
Iglesia católica dar el salto de religión a potencia política y crear su propio
Estado. Se llama la Donación de Constantino por haber sido otorgado por el
emperador Constantino al papa Silvestre IV adjudicándole el gobierno militar de
Roma y las provincias de Italia. El texto, teóricamente firmado alrededor del
año 300, fue elaborado 500 años después y sirvió para legitimar un dominio de
1.900 años. La falsificación está probada desde mediados del siglo XV, cuando
el humanista Lorenzo Valla demostró sus incongruencias lingüísticas. Pero ya
daba igual, si para el Vaticano había sido indiferente el mensaje del maestro
—“Mi reino no es de este mundo”—, ¿qué importancia podía tener la autenticidad
de un simple papel, aunque se tratara del que justifica su origen? Por fortuna,
contamos con un conjunto de frescos del siglo XIII que narra el proceso como en
un cómic, culminando con la escena en la que el Papa llega a pie vestido de
obispo para visitar al emperador y sale armado y a caballo convertido en el monarca
de Italia. Está en una salita aislada de Santi Quattro Coronati, un monasterio
de monjas agustinas donde se sigue respirando el espíritu medieval, ese aire
indefinido que viene de muy lejos en la historia y te arroja al pasado. Es
preciso tocar la campanilla y ser paciente; además de la capilla de San
Silvestre, hay un cautivador claustro románico y, si se aguarda en la penumbra
de la iglesia hasta las seis de la tarde, las monjas, acompañadas al órgano,
cantan las mejores Vísperas de Roma.
Jardines del edén
Estamos en el Celio, la colina menos visitada de Roma, a
pesar de contener calles como la irreal Clivo di Scauro, o historias como la de
la siguiente esquina, una capillita en memoria de un supuesto joven papa del
siglo IX, Juan VIII, quien, al pasar por aquí, se cayó de la silla y dio a luz
un niño y una leyenda maldita, la de la papisa Juana. Una fábula alimentó otra,
la que dice que desde entonces los candidatos a Papa deben sentarse en la silla
obstétrica, sin asiento, para que un clérigo palpe desde abajo sus atributos
varoniles. A muy poca distancia se encuentra otro de esos lugares fuera del
tiempo, Santo Stefano Rotondo, una basílica circular con un espacio central
concéntrico y 34 capillas alrededor que contienen una especie de antología del sadismo,
pues están decoradas con frescos que describen todas las formas imaginables de
martirio del cuerpo humano. Bajando unas escaleras, en el subsuelo, se
encuentra un templo dedicado a Mitra, el culto a la fertilidad masculina
importado de Persia, que rivalizaba con el cristianismo en la época imperial de
Roma.
El palacio Massimo alle Terme, una de las cinco sedes del
Museo Nacional Romano, no suele tener visitantes. En la segunda planta se
expone un salón abovedado subterráneo de la Casa de Livia, la esposa del
emperador Augusto, que fue rescatado por el peligro de desmoronarse. Las
pinturas de las paredes representan un jardín pletórico de árboles, flores y
plantas ornamentales perfectamente identificables; membrillos, granados,
alcornoques, encinas, abetos, cipreses, palmeras datileras, pinos, adelfas,
arrayanes, boj, laureles, rosas, amapolas, crisantemos, violetas, helechos…
Ignorando las estaciones, todas las especies botánicas se muestran en
floración. Entre ellas hay 73 pájaros de 40 especies diferentes volando en
libertad, idea que se acentúa con la imagen del primer plano: un ruiseñor
encerrado en una jaula de mimbre. Pintados unos 40 años antes del nacimiento de
Cristo, y casi en perfecto estado de conservación, son una obra maestra que
ejemplifica como pocas la capacidad de la pintura para simular, es decir, para
que más allá del conocimiento o la crítica, el artista transfiera al espectador
su misma pulsión arrebatadora y éste deje de sentir a través de la razón. Por
eso miramos con naturalidad jardines bajo tierra habitados por multitud de
pájaros donde maduran y florecen al mismo tiempo especies de toda condición.
Por eso, además de percibir al artista infectándonos con la fuerza de su
ficción, podemos aprender lo que los especialistas señalan; a saber, que los
pájaros simbolizaban la pasión erótica y marital y la variedad de árboles,
flores y aves tiene un valor funerario, evocando el pasaje entre el mundo de
los vivos y el cielo.
Vamos ahora a la escultura. Se encuentra en el Trastevere
ignorado, el de la izquierda del Viale, en una iglesia con varios tesoros, el
baldaquino o ciborio gótico de Arnolfo di Cambio, el juicio universal de
Cavallini y la escultura de Maderno, de 1600, en el altar mayor. Mírenla
despacio, muestra el cuerpo de santa Cecilia, la santa titular de la iglesia,
tal y como fue encontrado incorrupto. Tiene la cabeza cubierta por un velo, la
postura parece forzada, pero está durmiendo, asistimos a un sueño secular en el
que la piedra se ha contagiado de las cualidades humanas.
Cuando llegamos a vivir a Roma, los ojos de mis hijos venían
inundados de experiencias digitales. Si quería hacerles disfrutar del arte,
debía sorprender su mirada incrédula. Opté por enseñarles primero una parte de
la Roma barroca; la Roma en 3D de los trampantojos y las ilusiones ópticas,
diseñada para alterar las percepciones. Hay muchas paradas; desde Sant’Ignazio
—para nosotros asociada al nombre de iglesia del truco—, con su falsa cúpula
solo visible cuando estás debajo, hasta la perspectiva inventada por Borromini
en el palacio Spada, que convierte la escultura de un hombre de apenas 60
centímetros en otra de tamaño natural culminando un pasillo de 8 metros que
aparenta 40. Además, está la vista del Vaticano desde el jardín de los
naranjos, donde se invierten las proporciones y, ante tu incredulidad, conforme
te vas alejando, il Cupolone va haciéndose más grande.
Mi ilusión favorita, quizás por sus pequeñas dimensiones,
está en la entrada de las estancias de Sant’Ignazio, un corredor decorado con
escenas de los milagros del santo y el paraíso celestial en el techo. Ahora
bien, san Ignacio es un elegido, vive en el cielo; nosotros, simples mortales,
no podemos vislumbrar su gloria, a menos, claro, que lo hagamos a través de una
visión. Es lo que hace el pintor Andrea Pozzo: inventarse ventanas, ángeles y
paisajes imposibles, convertir lo plano en curvo y lo cóncavo en convexo,
confundir nuestros sentidos, obligarnos a ver un espacio diferente al real. A
la salida, si quieren seguir alterados, abran la puerta de al lado, la de la
iglesia del Gesú. Todos los días, a las 17.30, tiene lugar un espectáculo que
representa el triunfo del Barroco, el arte hecho teatro. Sobre el diseño
original del siglo XVII, también de Andrea Pozzo, cuadros descendiendo y esculturas
ascendiendo (los jesuitas han integrado música e iluminación para que los haces
de luz vayan mostrando, en paulatino crescendo, los lienzos, las esculturas y
los altares, luego la cúpula y los frescos de las bóvedas, llegando a la
apoteosis, al final, con la iluminación de toda la iglesia).
Hay dos bibliotecas emocionantes, la Angelica, en la plaza de
San Agustín, junto a la iglesia que expone el cuadro de la Virgen de los
Peregrinos, el caravaggio más humano, y la Casanatense, fundada por un cardenal
de origen navarro, archivero vaticano que, a mediados del siglo XVII, acumuló
350.000 libros en una estancia prodigiosa. Es gratis, solo hay que pedir
permiso y atravesar varios corredores de una biblioteca en los que se duda si
valdrá la pena el recorrido. Lo vale, culmina en uno de los salones más bellos
de Roma. Seguimos en el Barroco, la estética de la sorpresa y el
deslumbramiento. Trasladémonos ahora a la ladera del Gianicolo. Tiene la mejor
vista de Roma y esconde el Orto Botánico, con el hallazgo de un área del jardín
pensada para ciegos cubierta de flores y plantas de aromas intensos y tactos
especiales.
Laberintos y necrópolis
bajo tierra
Entre lo esotérico y lo místico existe una ciudad paralela.
La parte más interesante no está en la superficie, sino en el vientre de Roma,
una telaraña de galerías y catacumbas cuya dimensión aturde: dos millones de
metros cuadrados, seis millones de tumbas, más de 700 kilómetros de extensión.
Las hay famosas, san Calixto, san Sebastián; desconocidas, san Ciriaco, de los
Jordanes; las hay hebreas, Viña Rondanini, Villa Torlonia, y las hay herejes y
en hipogeos, como el de los Aurelios, para acoger a las sectas que mezclaban el
paganismo, las liturgias orientales y el cristianismo. Cerca del Vaticano, a
orillas del Tíber, los mármoles neogóticos de Nuestra Señora del Sufragio
custodian otra perla de la Roma mágica, el Museo delle Anime del Purgatorio,
con un número impresionante de testimonios documentados, breviarios, hábitos,
sotanas, cartas, libros, con la huella física del maligno. Todavía otra: un
ángulo de la enorme plaza Vittorio aloja la puerta de Villa Palombara, la casa
del marqués de Pietraforte, apasionado por la alquimia, cuyo dintel contiene la
fórmula para transformar el metal en oro. La escribió un hombre que, tras una
visita fugaz, desapareció dejando tras de sí copos de oro puro y unos papeles
con inscripciones simbólicas. El marqués, incapaz de comprender su significado,
mandó tallarlos sobre la puerta por si alguna vez pasaba alguien que supiera descifrarlos.
Han pasado 400 años y todavía nadie ha podido.
Ya que no contamos, como el personaje Jep Gambardella en la
película La gran belleza, con un amigo que custodie las llaves de los palacios
de la ciudad de los palacios, les propongo un plan diferente: visitar los
restos de la Villa Ludovisi, 36 hectáreas de exuberantes jardines, fuentes y
esculturas, alabados por Goethe, Stendhal o Henry James, que se vendieron en
1885 y forman parte del barrio de Via Veneto. Queda el pabellón de caza, la
Villa Aurora, llamada así por un fresco de Guercino que justifica la visita. Su
jardín exhibe, junto a piezas romanas, una escultura de Miguel Ángel. Con todo,
nuestro secreto es un caravaggio pintado en 1597 por encargo del cardenal
Francesco Maria del Monte para ilustrar el techo de su laboratorio de alquimia
con una teoría herética en ese momento: el Sol, en lugar de la Tierra, como
centro del universo. Al lado, tres dioses vistos desde abajo en una perspectiva
muy estudiada mueven una esfera translúcida con los signos del zodiaco. El
rostro, los testículos y el cuerpo entero de Plutón son un autorretrato del
mismo Caravaggio.
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